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MIS SIETE CORTOS RELATOS (III): LA CONVIVENCIA ENTRE DOS RAZAS por Ramón Freire Gálvez.

MIS SIETE CORTOS RELATOS (III): LA CONVIVENCIA ENTRE DOS RAZAS por Ramón Freire Gálvez.
septiembre 07
11:39 2014
Ramón Freire

Ramón Freire

Como cristiano y cofrade, inscrito, desde mi nacimiento, en una hermandad ecijana de rancio abolengo, portadora de dos razas, gitanos y payos, payos y gitanos, así como conocedor, por haber vivido durante años con ellos, me llevó a este tercer relato, pretendiendo solamente defender una convivencia natural y solidaria, sin distinciones de raza ni clase, reflexionando, en voz alta, ante actitudes inhumanas y racistas que frecuentemente vivimos.

Era el mes de marzo de 1980. El personaje de nuestra historia tenía once años para doce. Alto, pelo moreno, inquieto, no muy mal estudiante, con sangre de dos razas corriendo por sus venas, gitana por su padre y de payos por su madre.

Vecino del barrio de San Agustín, donde la raza gitana había sido mayoritaria años atrás, pero que en la actualidad, consecuencia del desarrollo de todo barrio y pueblo, se había convertido en morada de payos y gitanos, sin distinción de clase ni raza.

Juan, el personaje al que me refiero, estaba deseando crecer. Sus dos hermanos mayores que él, uno de 18 y otro de 16 años, habían seguido los pasos de su abuelo paterno y eran costaleros del Señor de la Sangre para la Semana Santa que se acercaba.

De dicho Señor y Cristo, le había contado su abuelo paterno muchas cosas y, entre ellas, que hacía cerca de cuarenta años que no pasaba por el barrio, pero que aquel de 1980 volvería a hacerlo de nuevo.

Las paredes de las casas del barrio de San Agustín desprendían pura blancura, dado que los vecinos, ante dicho acontecimiento, habían encalado sus paredes para que estuviesen relucientes ante tan magna visita.

Las ventanas y balcones, poco a poco, comenzaban a adornarse, colgando de sus antiguas rejas, viejas macetas con hermosos claveles rojos y blancos, que caían hacia la calle como lágrimas derramadas de amor y fe. Las noches que Juan veía como sus hermanos, tomaban la faja y el costal para realizar los ensayos con la cuadrilla de costaleros a la que pertenecían, le provocaba cierto disgusto y algún que otro llanto por no poder acompañarles, aunque como consuelo, sólo le quedaran las palabras de sus padres y abuelo: El año que viene a lo mejor has crecido un poco más y puedes ir con ellos.

Para Juan resultaba muy difícil comprender dicha situación. Cada año tenía más ganas de crecer para poder sentir en su cuello el peso de la trabajadera del trono de su Cristo y Señor. Él lo había hecho suyo, igual que lo hicieron en su día su abuelo, sus padres y sus hermanos.

Todo ello era un poco incongruente, dado que la familia de Juan, al igual que otras muchas, no era de las que con más frecuencia visitaba la iglesia donde se daba culto al Señor de la Sangre, pero eso no era motivo para que, de una forma muy especial, lo hubiere hecho suyo.

En alguna que otra misa, en alguna que otra petición de salud y no mucho más, había acompañado Juan a sus padres al templo. A través de una vieja estampa que con la imagen del Señor tenía, regalo de su abuelo cuando hizo la primera comunión y que guardaba mimosamente en el interior de su libro de Geografía, lo miraba con frecuencia. A veces, en la propia escuela, al maestro le sorprendía un poco despistado mirando fijamente el interior del libro donde Juan guardaba dicha estampa, y cuando se acercaban las fechas de Semana Santa, se dirigía al Señor preguntándole: ¿Cuándo seré tu costalero Padre?, lo que le costó alguna que otra llamada de atención por no estar atento a las explicaciones del maestro en clase.

Los días se hacían largos y pesados, incluso le cambió un poco su carácter abierto y desenfadado, porque solo tenía un fijo pensamiento en su mente, ser costalero, deseando que llegara el Jueves Santo para ver a su Cristo y Señor desde la ventana de su casa, de tú a Tu, dado que por los cálculos que tenía hecho, al madero de la Cruz donde iba Cristo crucificado, pasaría muy cerca de él, a una cuarta más o menos.

Por aquel entonces, dada la facilitad que tenía Juan para leer y la curiosidad que cualquier publicación le despertaba, cayó en sus manos un periódico en el que reseñaban una pelea en un pueblo de Granada, entre payos y gitanos.

La noticia convulsionó su cuerpo. No podía entenderlo por mucho que leyera la noticia. Él, que llevaba sangre de las dos razas en sus venas, sintió por partida doble el golpe que le causó dicha información. Toda la tarde y el día siguiente estuvo pensando en tan lamentable y triste suceso. No se podía explicar, cómo podía ocurrir aquello, cuando él, en su propio barrio y en el colegio, convivía con gitanos y payos, llevándose armoniosamente con los mismos. Nunca se habían reprochado el ser gitano o no, el ser payo o no, e incluso se ayudaban cuando alguno necesitaba del otro.

Cierto día, a su vuelta del colegio, sobre las seis de la tarde llegó a su casa, encontrándose a su madre en el zaguán de la misma, sentada en una pequeña silla de aneas repasando la ropa de toda la familia tras cogerla de los tendederos.

Sin pensarlo dos veces, le preguntó a su madre sobre lo que había leído el día anterior, al tiempo que, sin querer, le estaba pidiendo una explicación que le ayudara a entenderlo, en el supuesto de que algo así tuviera entendimiento.

La madre no esperaba aquella pregunta y quedó un poco sobrecogida y aturdida. A sus cuarenta y cinco años, la pregunta de Juan, le hizo recordar disgustos y problemas que, con su propia familia, tuvo cuando decidió casarse con un gitano. En ese instante, la madre, acordándose de su Cristo de la Sangre, de forma lenta y pausada, al tiempo que acariciaba el moreno pelo de su hijo Juan, decidió contarle una parte importante de su vida, en explicación de su pregunta.

Siéntate Juan, te voy a contar algo que me ocurrió a mí, pero que no tiene nada que ver con lo que tu me has preguntado, aunque pudo causar problemas más o menos parecidos.

Mi familia no era del barrio de San Agustín, pero ello no fue motivo para que yo me enamorara de un gitano, alto, guapo, recio, fuerte, curtido en nuestros campos y muy trabajador, que también tuvo los mismos problemas que yo cuando se enamoró de mí, porque tanto su familia como la mía no vieron con buenos ojos las relaciones entre gitanos y payos, ni entre payos y gitanos durante nuestro intermitente noviazgo, porque nuestras familias no dejaban que nos viéramos con frecuencia, pero nuestro amor era tan fuerte y puro como los rayos del sol y no podían evitar que, a escondidas, tu padre y yo siguiéramos viéndonos.

Cierto día, tu padre y yo decidimos afrontar con valentía aquella situación. Quedamos citados a las puertas de la iglesia de Santa Cruz, donde se encuentra la imagen del Cristo de la Sangre, al que yo, por lo que tu padre me había hablado de Él, lo había hecho algo mío.

Eran las cinco de la tarde. El sol estaba poniéndose y aún no había mucha gente por la calle. Llegó tu padre y se colocó en una de las últimas bancas que, frente al camarín del Cristo había colocadas. Cuando yo llegué, me arrodillé sobre la primera de las bancas. Pasaron diez o quince minutos, tiempo más que suficiente para que tu padre se diese cuenta de que iba sola y así poder acercarse.

Por muchas cosas que, en voz baja, tu padre me decía y preguntaba no recibía contestación alguna, pues yo tenía la mirada fija e inmóvil en el Señor de la Sangre que tenía frente y con el que, según me dijo tu padre después, estaba hablando con Él. Cuando pasaron unos minutos reaccioné y me di cuenta que estaba tu padre, mi novio, junto a

mí y, nerviosa, le dije:

Vamos, tengo que ir a mi casa y hablar urgentemente con mis padres.

Llegué a mi casa y encontré a mis padres, quienes como siempre que llegaba de la calle, me preguntaban de dónde y con quién venia. Con voz firme, le respondí: Vengo de hablar con el Señor de la Sangre de la boda con mi novio gitano.

Sin reacción se quedaron, como estatuas petrificadas, sobre sus sillas. Tras unos tensos minutos, mi madre, como siempre, rompió la frialdad que mis palabras les había provocado. ¡Pero hija, qué dices! ¡Estás loca!. No madre, no estoy loca, le contesté, estoy enamorada y le quiero mucho. Tú lo sabes y no es ningún problema el color de su piel para poder casarme y ser feliz con él.

Una vez se habían calmados, comencé a contarles mi conversación con el Señor de

la Sangre y tanto mi padre como mi madre quedaron sin palabras. Terminé diciéndoles que desde el momento en que vi la Imagen del Señor, crucificado sobre la cruz, con el color de las dos razas en su cuerpo, con las huellas en su cara, pies y manos, del sufrimiento padecido, comprendí que a Él le hubiese dado igual ser gitano o payo, payo o gitano. Y yo, que era muchísimo menos que el Señor, no podía cambiar lo que Él había decidido y yo aceptado gustosamente.

Mis padres comprendieron finalmente lo que yo sentía y dieron su conformidad, no sin antes advertirme de ciertos recelos, incluso disgustos que la boda me podría ocasionar con el resto de amigos y vecinos, tanto de mi novio como míos.

Nada de ello me importó, porque estaba segura que la fe depositada en el Señor, que hice mi Cristo, no me abandonaría y pudimos casarnos.

Por eso Juan, por lo que tu has leído, le tienes que pedir al Señor nuestro de la Sangre que no vuelva a ocurrir, sin que debas nunca perder la fe que en El has puesto.

Al tiempo que su madre le daba dichos consejos, no pudo evitar que unas dulces lágrimas rodaran por sus mejillas y cayeran sobre las manos de su hijo.

Juan salió corriendo a su habitación, abrió la cartera del colegio, cogió el libro de Geografía y tomando entre sus manos la estampa del Cristo de la Sangre, se dirigió a Él, en tono un poco enfadado, diciendo en voz alta:

No puedo comprender Señor, como Tu pudiste permitir que mi papa y mi mama sufrieran tanto, con lo buenos que son. No entiendo cómo con tu poder no pudiste arreglarles las cosas, porque me parece a mí, Señor, que mi mama sufrió mucho más de lo que me ha contado. Estoy desilusionado Señor, me parece que no voy a ser tu costalero, porque cuando sea mayor, en lugar de costalero, voy a estudiar y trabajar para que haya unión entre las dos razas y que cada uno de nosotros podamos sentirnos orgullosos de donde procedemos, sin esconder ni renunciar a nada, pero Tu Señor, me tienes que ayudar. Mira, si me ayudas, si seré tu costalero. Bueno, seré tu costalero porque sé que me vas a ayudar. Estoy hecho un lío Señor, pero por favor, que no sufra nadie por lo de su raza. Debes saber Señor, aunque tú lo sabes porque lo ves todo, que cuando mi mama me estaba contando su noviazgo con mi papa, estaba llorando y me ha dado mucha pena. Bueno, sí seré tu costalero Señor.

Juan salió de la habitación corriendo, como iluminado por algo superior, dejó su mente libre y suelta, olvidándose de todo lo ocurrido.

Pero llegó el Jueves Santo que tanto deseaba Juan. Eran sobre las ocho y media de la tarde, casi oscureciendo, cuando el Cristo de la Sangre, su Señor, se encontraba sobre tu dorado trono, a una cuarta de la ventana de su casa y, en el silencio alborotado de la tarde que adormecía, se oyó una poesía que, como olor de dama de noche, jazmines o azahar, flotó por todo el barrio de San Agustín y que decía así:

Escúchame Señor de la Sangre, quiero ser tu costalero, pero consigue que payos y gitanos puedan convivir juntos en el mundo entero, que nadie sufra como mi mama porque Tu ya sufriste por nosotros en el madero y a Ti Señor, a mi abuelo, a mi papa, a mi mama, que son a los que más quiero, os digo que siempre seré tu costalero…

Juan no pudo seguir. Emocionado corrió hacia el interior de la casa, rompiendo a llorar. Buscó la cartera del colegio, abrió el libro de Geografía, abrazó entre sus manos la estampa del Señor, regalo de su abuelo y mirándola fijamente, frente a frente, dejó caer sus sinceras lágrimas, sólo con el deseo de ser costalero, estudiar y trabajar para conseguir que el mundo fuera mejor.

Pasaron los años y Juan, por fin, pudo ser costalero de su Señor.

Hoy, cuando escribo esta pequeña historia o leyenda, que cada uno la titule como mejor desee, Juan, a sus veinte años, ocupa un lugar, entre payos y gitanos, en las trabajeras del trono del Señor o Cristo de la Sangre, pues tanto monta, monta tanto.

 

 

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