Inicio Portal
TODO ÉCIJA
MUNDO HOY

En la biografía de Cervantes del historiador Alfredo Alvar, se habla de su relación con el Corregidor de Écija

Foto: Miguel de Cervantes

 

Su existencia podría ser una novela de aventuras. El español más universal es, sin embargo, una incógnita para la inmensa mayoría, incluso para los investigadores. El historiador Alfredo Alvar, que publica en octubre una biografía de Cervantes, adelanta en este artículo su azarosa vida, fracasos, desengaños y éxitos.

Cuentan los registros parroquiales de Santa María la Mayor de Alcalá de Henares que el 9 de octubre de 1547 se bautizó a una criatura, de nombre Miguel, cuarto hijo del cirujano Rodrigo de Cervantes y de su mujer, Leonor de Cortinas. No cuentan esos registros, como es habitual, el día del nacimiento. Pero teniendo en cuenta las prácticas de entonces, no sería de extrañar que aquel niño hubiera nacido el día de San Miguel (29 de septiembre) y que a su cuidado se le encomendara, dándole su nombre. Cuentan otras crónicas, de más redacción, más solemnes, que en ese año el emperador Carlos V infligió una notable victoria contra sus príncipes desleales protestantes en la batalla de Mühlberg. Cosas de la erudición o de la casualidad, Tiziano retrató al César según el relato hecho por Luis de Ávila en sus Comentarios de la Guerra de Alemania, texto que, al parecer fue salvado de la quema en el Donoso escrutinio y que, por otro lado, era de los pocos que tenía Carlos V en Yuste.

También quiso el caprichoso destino que en 1547 nacieran otros dos genios de aquel que fue nuestro Siglo de Oro, ¡que vaya que sí existió!: Mateo Alemán cantó las andanzas de un excluido, El Guzmán de Alfarache, y Juan Rufo, en verso, compuso una elegía a don Juan de Austria, La Austríada. Aquel niño venía al mundo en el pleno corazón del sistema político más potente, admirado, temido y menospreciado de la Europa de su época. Y, también, venía al mundo a conocer que la estigmatización y los conflictos sociales siempre han existido. En efecto, su padre pertenecía a una familia de descendientes de judeoconversos. Esto no tiene ni más ni menos importancia. Es un hecho y no hay que hacer alharacas, ni festines al reconocerlo. No era cosa extraña en la España de principios del XVI (y de antes, claro) que hubiera decenas de miles de personas, de todo orden social, más ricos, más pobres, más instruidos, menos instruidos, manufactureros u hombres de finanzas, que tuvieran a algún antepasado entre los judíos deicidas. Eran tantos que el otro grupo, el de los cristianos viejos, ideó fórmulas para bloquearles la movilidad social y, para ello, impusieron estatutos de limpieza de sangre o resucitaron, con correcciones, viejas instituciones, como la Inquisición, puesta al servicio de los reyes y que a tantos agradó. Por ello se movieron tanto geográficamente sus abuelos, su padre... ¿él mismo, aunque ya con menos angustia? Por ello pleitearon tanto por obtener ejecutorias de limpieza de sangre, o títulos de hidalguía. ¿Cómo no iba a ser un genio al referir el ambiente de la estigmatización?

Cuando parecía que podría llevar una existencia medianamente honorable, como la de tantos más, le metió una cuchillada a un alarife real, se decretó orden de caza y captura y desapareció de la Península. Tenía 21 años. En 1568 Cervantes ya había hecho algunos versos y, sobre todo, había sido elegido por el encargado de enseñar las Letras a los niños de Madrid en el Estudio de la Villa, Juan López de Hoyos, para componer unos poemas a la recién fallecida Isabel de Valois, tercera esposa de Felipe II. También, en aquellas tristes “obsequias” se dirigió al cardenal Espinosa, presidente del Consejo Real de Castilla, como portavoz del estudio para darle el pésame por la muerte de la reina. La ruptura de Espinosa y su Mateo Vázquez con López de Hoyos acarreó a Cervantes –décadas después– ese sinfín de menosprecios profesionales que hubo de soportar. Muchas veces se ha querido defender que Cervantes, como alma prístina y cándida, no conocía los usos palatinos. Nada más alejado de la verdad: los conocía y muy bien. Pero no se dio cuenta a tiempo de cuánto habían cambiado las cosas mientras él estaba en Italia, al servicio de don Juan de Austria, o en Argel... El caso es que, fugado de Castilla, huido a Italia, sirve a otro cardenal en Roma temporalmente, mientras madura la idea común a tantos y tantos más: alistarse en los Tercios. Lo hace, es bien sabido y, constituida la Liga Santa, los dos Imperios se enfrentan en el Mediterráneo oriental. “La más grande ocasión que vieron los tiempos” le deja marcado de por vida: dos arcabuzazos en el pecho y perdida la movilidad de la mano izquierda. Peor lo llevaron los 30.000 muertos que se dice que hubo en la batalla... que duró una mañana. En La Marquesa, al final, retiran 40 cadáveres y asisten a 120 heridos. Menos mal que la Liga cristiana logró la victoria, porque si no, desarboladas las escuadras venecianas, romanas, o genovesas, las defensas de Nápoles, de Sicilia, Valencia o Andalucía..., ¿cuál habría sido el curso de la historia de las penínsulas Ibérica e Itálica? Por el contrario, en Lepanto quedó clara la vulnerabilidad del Imperio otomano. Los cristianos, aun con sus disensiones, lograron respirar tranquilos. Los súbditos de Felipe II podían concentrarse en sofocar la segunda sublevación musulmana de las Alpujarras.

¿Las tres culturas? Curado en Mesina, los años siguientes los pasó a las órdenes de don Juan de Austria, hostigando al enemigo musulmán por todo el Mediterráneo. Son los años en que se forja, sin duda, su portentosa mente de cronista-historiador y probablemente sus curiosidades lingüísticas. Galeras. Un día, Miguel y su hermano más joven, Rodrigo (avezado soldado que siguió su carrera militar en las Azores y murió en Flandes), deciden volver a casa, porque se añora cuando se está fuera. Vuelven, cumpliendo con los usos cortesanos, como lo hicieron miles más, con cartas de presentación del virrey Sessa y de don Juan. Ya sabemos también lo que sigue: La Sol es apresada, él ha de soportar cautiverio durante cinco años; planea un intento de fuga por año; a veces es delatado, otras veces cogido y siempre, siempre, castigado y consigue eludir los palos o los azotes. Se ha insinuado por ello, y por otras palabras contra él dirigidas, con insidia, con la habilidad propia de la infamia de una sociedad criada en que la delación injuriosa no tiene pena (era la manera de acusar en la Inquisición, anónimamente), que si salvó la vida tantas veces era porque tenía tratos carnales con su amo. Claro: todos los movimientos culturales han de crear sus mitos o apropiarse de los existentes. Supongo, no obstante, que los placeres y los días, el sultán o el bey de Argel los podría satisfacer con más plenitud con algún mozalbete cristiano, recién capturado, acongojado y asustadizo, que con un treintañero ajado, con dos señales en el pecho y tullido de una mano. Cervantes sobrevivía porque era un importante activo económico.

Encadenado ya a los remos de una galera que va a zarpar a Constantinopla, de donde –se decía– nadie volvía, es rescatado en una gesta llena de peripecias por fray Juan Gil. El buen fraile trinitario había logrado reunir el dinero exigido para su liberación: así, al pagar el secuestro, se daba alas a la continuidad de aquel preámbulo al terrorismo. Su familia había sudado sangre y dignidad para conseguir ayudas. Impresionado, ¡cómo no!, por su vida de cautivo, nada agradable, nada bonancible, cruel y despiadada como todo secuestro, redactó bellísimas páginas en las que nos habla de la libertad: “La libertad, Sancho, es uno de los más preciosos dones que a los hombres dieron los cielos...”. E impresionado por la vida de Argel relata, en textos puestos en boca de otros, sus experiencias autobiográficas y narra hechos y peripecias de cuanto allá le ocurrió en una extraordinaria colección de comedias conservadas y perdidas y cuentecillos intercalados por toda su obra. Pocos autores habían sabido expresar con tan absoluta humanidad los sollozos al ver, cargados de cadenas, Argel o las alegrías cuando volvieron a casa. Mateo Vázquez, a la vuelta a la Península, ante sus súplicas, le da una misión... en Orán de nuevo. Dura la expedición un verano y se instala, al concluirla, en Madrid.

Ahora, ya en 1582, bien domeñado por la vida, se inserta exitosamente en su mundo, el de las letras. Poco ha que habían empezado a funcionar teatros estables en Madrid, y le fascinan las tramoyas. Escribe ya una novela pastoril al uso, obras teatrales de éxito. Y en esas está, saboreando los aplausos, cuando queda embarazada una mujer casada y nacerá una niña, Isabel, que, por lo demás, es su segundo hijo natural (el primero, napolitano). Vinculado a los estigmatizados, autor teatral, seductor de mujeres casadas. La Corte, en pleno proceso moralizador con Mateo Vázquez al frente, no es lugar agradable. Además, los años y el sentar la cabeza... La viuda de un amigo le llama a Esquivias para que se haga cargo de la edición de sus poesías, el Cancionero, de Pedro Laínez. Pero antes de que aparezca impreso, Miguel de Cervantes se habrá casado allí con una moza del pueblo, que no ha llegado a los 20 años, pero huérfana e hija mayor de varios hermanos. La madre debió creer que si entrelazaba a la hija y al ex militar, al escritor, al hombre de Corte, salvaría las rentas, la dignidad de la hija, la vida de los niños. Él debió de pensar que en aquel matrimonio había más posibles de los que había, que podría manejar a su antojo a la joven, que tantas cosas y entre otras, que ella era de familia cristianovieja reconocida en Esquivias... Estrategias conyugales. Se casaron el 12 de diciembre de 1584. ¡Y que digan que se aburrían en aquellos pueblos! Por cierto, los “Quijadas” de Esquivias tenían fama de conversos.

Duraron poco: en abril de 1587 Cervantes abandona Esquivias. ¿Por qué? No se sabe, aunque parece que hay pocas dudas de que ella le era –o le sería– infiel; su derecho tendría si el marido estuvo ausente del hogar durante 13 años (dice Avellaneda en su falso Quijote que los maridos engañados “se fortifican en el castillo de San Cervantes”); se fue de Esquivias, acaso porque fuera señalado como descendiente de conversos; acaso porque, engañado con la escasez de las rentas de los Salazar, optó por buscarse la vida, sin lugar a dudas ya, para pasarse a Indias. En fin, un tormento psicológico. Y, desde luego, su salida volvió a ser apresurada. Aprovechando el contrarreformista traslado de las reliquias de Santa Leocadia a Toledo y la algarabía popular y cortesana que eso supuso, probablemente hablaría con viejos conocidos de la infancia andaluza, de la guerra mediterránea, del cautiverio de Argel y le hablaron del sur. Allá se fue, junto a su buen amigo Cristóbal Mosquera de Figueroa, corregidor de Écija y protegido del todopoderoso marqués de Santa Cruz, don Álvaro de Bazán. Buscaba un buen árbol que le diera sombra y cobijo. Con su amigo estuvo poco tiempo, pero el suficiente como para obtener un oficio de recaudador de aceite y cereal para la Armada real.

Pero el gafe de Cervantes no podía faltar en aquella ocasión tampoco y el marqués murió y se tuvo que quedar 13 años por Andalucía. Aprendió los secretos de la contabilidad, de la negociación, del préstamo que le dieron vida después, sin duda. Y entonces vivió, como España entera, una oscilación ideológica hacia el derrotismo: eran años triunfantes en los que ser súbdito del rey católico insuflaba ánimos a cualquiera. Además, heridos los muros de la patria por los escarceos de los piratas ingleses, de los enemigos de la religión, de los herejes, todos se hacían un cuerpo. Y así escribió a la Gran Armada (¿cuándo, los españolitos dejaremos de hablar de la Armada Invencible?), en la esperanza de que la fama abriría las nieblas del norte; y también escribió meses después, intentando dar ánimos a los que, sabedores de la retirada, sufrían porque sus ánimos colectivos se hundían. Aquella España, a finales del siglo, esperaba la muerte del rey. De ahí, en fin, sus otros versos, en los que un chulo sevillano, ¡cómo los conocería!, ante el túmulo de Felipe II en la catedral, “caló el chapeo, requirió la espada, miró al soslayo, fuese, y no hubo nada”.

¿No hubo nada, ante el túmulo de Felipe II? Atrás quedaban los versos heroicos de La Numancia de los triunfantes años 80, las estrofas a la Jornada de Inglaterra y otras elegías más de principios de los 90. Sin embargo, hacia 1598 empezaba el tiempo del “no hubo nada”. Ya por entonces había pedido un oficio en Indias (1590, que le había sido denegado), había muerto Mateo Vázquez (1591), había dado con sus huesos en la cárcel de Castro del Río (1592; adviértase que entonces se podía ser encarcelado por delitos que no fueran penales e incluso sólo por faltas), había muerto su madre (1593), había vuelto a la cárcel (1594 y 1597)... Durante los años de la transición del siglo XVI al XVII, perdemos su pista. Tal vez ya entrado en canas, pudo volver a Esquivias. Desde luego, en 1603 el matrimonio Cervantes se instala en Valladolid con la Corte, y con una legión de féminas, que son hermanas, e hija del pater familias: Andrea, Constanza, Magdalena, Isabel y, por añadidura, una criada, María de Ceballos.

A lo largo de 1604 El Quijote no sólo está escrito, en versión corta, sino que circulan copias, y es conocido en Madrid y Valladolid. En diciembre, ya está impreso y sólo faltan los preliminares. Los consigue el editor con celeridad, y se dedica la obra con un texto paupérrimo y de circunstancias al duque de Béjar. En los primeros días de 1605 sale a la venta la primera parte de El Quijote. La fama, exageradísima desde el primer momento y, sobre todo, en América. El éxito es inmediato: no sólo lo sabemos por los centenares de ejemplares que pasan a Indias, sino también por la cantidad de copias piratas que se hacen en Lisboa, Valencia y Zaragoza; a los tres meses el impresor Cuesta inicia la segunda edición. La fama. Sin embargo, Gaspar de Ezpeleta es herido de muerte a las puertas de los Cervantes en Valladolid, lo que provoca un nuevo, y también efímero, encarcelamiento del escritor y de parte de su familia porque el juez que instruye el caso tiene que ocultar un adulterio. Se ha escrito sobre no sé qué historia de prostitución inducida por Cervantes, que sería el proxeneta de sus hermanas: ¡lo que hay que hacer para hacerse famoso y vender libros! Lo demás, es espectacular: en los años que le queden de vida, escribe sin cesar, cada cosa más original y vitalista que la anterior; en verso o en prosa; manuales de crítica literaria únicos en el mundo, comedias, entremeses o novelas; prólogos, excelentes prólogos que por sí solos y leídos de corrido son una única obra en la que convive con el lector, al que cada día aprecia más, según se ve en los giros que usa. Se defiende de los ataques del falso Quijote, arremete contra Lope, en otro tiempo amigo (envidia y vanidad, malas compañeras de viaje) y su conciencia teme por la vida del más allá e ingresa como seglar entre otras congregaciones, en la Venerable Orden Tercera. Pide también ir con el conde de Lemos a Nápoles y los Argensola le cierran el paso. En 1612 se traslada a la última casa que ocupó en la calle Francos, hoy Cervantes. Por cierto, ¡qué pena de esquina! Y llegan así los últimos días de su vida: El 18 de abril de 1616 recibe los sacramentos y eL 19 escribe la dedicatoria más impresionante que se haya escrito jamás: la del Persiles. “Aquellas coplas antiguas, que fueron en su tiempo celebradas, que comienzan: Puesto ya el pie en el estribo, quisiera yo no vinieran tan a pelo en esta mi epístola, porque casi con las mismas palabras la puedo comenzar, diciendo: Puesto ya el pie en el estribo, con las ansias de la muerte, gran señor, ésta te escribo. Ayer me dieron la extremaunción y hoy escribo ésta. El tiempo es breve, las ansias crecen, las esperanzas menguan, y, con todo esto, llevo la vida sobre el deseo que tengo de vivir, y quisiera yo ponerle coto. [...] Pero si está decretado que la haya de perder, cúmplase la voluntad de los cielos”. Murió el 22 de abril de 1616, y he de terminar esta glosa expresando mis zozobras ante tantos claroscuros de su vida. De nadie se ha buscado tanta documentación como de él, ni acaso se hayan editados más documentos... ¡pero faltan a cientos! Nadie, acaso muy pocos genios, han suscitado tantas ideas encontradas; nadie ha sido tan citado, admirado, respetado y construido al son de cualesquier música, menos leído de lo que se aparenta, y, nadie, tal vez nadie, pueda ser interpretado tantas veces de tantas formas. Y es que al final, Cervantes, que no fue sólo El Quijote, se ha perdido en el inmenso mar que son los sentimientos, las curiosidades, los anhelos y las frustraciones de ese animal que, al fin, es un –aunque a veces lo disimule– homo sapiens. Por ello, la necesidad que sentimos de embarcarnos en su recuperación científica en la Gran Enciclopedia Cervantina, promovida por el Centro de Estudios Cervantinos de Alcalá de Henares. Han trascurrido 69 años desde que había habido fiesta en Santa María de Alcalá. El otrora protagonista de aquel sencillo acto, había sufrido lo indecible en esta vida. Pero nunca, nunca, se acobardó y rezumaba humor por los cuatro costados. Ésa es su gran lección. “¡Adiós, gracias; adiós, donaires; adiós, regocijados amigos; que yo me voy”.

Alfredo Alvar Ezquerra es miembro del Instituto de Historia del CSIC.

Información: Diario de Yucatán - México (22/09/2004 )