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MIS SIETE CORTOS RELATOS (VII): SUEÑO EN EL VALLE por Ramón Freire Gálvez

MIS SIETE CORTOS RELATOS (VII): SUEÑO EN EL VALLE por Ramón Freire Gálvez
diciembre 22
10:38 2014

Ramón Freire Gálvez.

Ramón Freire

Ramón Freire

Introducción y presentación:  El año de 1992 publiqué un pequeño libro, que contenía y llevaba por título SIETE CORTOS RELATOS, cuya edición quedó agotada en el tiempo y ahora, en ese reposo que otorga el verano astigitano, poco a poco, he ido preparando (en aquella fecha los medios informáticos no son como actualmente) aquellos relatos, para, de uno en uno, irlos dando a conocer a través de mis publicaciones periódicas, con el único fin de que a quien le interese, pueda leerlo.

La fotografía de la izquierda corresponde a la portada. Igualmente en cada uno de los siete relatos, figurará la ilustración que realizaron los artistas que después referiré.

Para ello se hace necesario comenzar por la breve presentación que dediqué a la publicación, que decía lo siguiente:

Presentación: La ilusión del ser humano con ilusión de vida, es crear. Cuando consigue crear, desea verlo crecer y extender su obra, por lo que aplicado ello al ámbito literario, cualquier modesto aprendiz de escritor, ve culminada su ilusión cuando consigue publicar su humilde obra.

Este es mi caso, por lo que mis primeras líneas necesariamente tienen que ser de agradecimiento a la empresa patrocinadora de esta publicación, así como a los pintores ecijanos, mis amigos Joaquín Ojeda y Francisco de la Matta, dos generaciones de pintores, a quienes acudí en solicitud de ver plasmado el arte que emanan, en mis cortos relatos.

Tras lo anterior, hacerle saber lector, que el contenido de los SIETE CORTOS RELATOS reflejan situaciones que uno vive, siente y conoce a lo largo y ancho de varios años.

Al principio de cada uno de ello irá un pequeño comentario sobre la nacencia de cada relato, que llegaron a formar siete, por ser dicho número también parte de la historia de nuestro hermoso pueblo.

Ramón Freire

Plasmado lo anterior, este es el séptimo y último de los relatos que formaron aquella publicación:

SÉPTIMO Y ÚLTIMO RELATO

SUEÑO EN EL VALLE

(Fue publicado con el consentimiento de la Real Academia de Ciencias, Bellas Artes y Buenas Letras Vélez de Guevara de Écija, donde obtuvo accésit a Temas Ecijanos en los V Juegos Florales Ciudad del Sol. 1989.

Por último, un canto a nuestro bello y milenario pueblo ecijano, del que tan fácil es escribir y del que conocemos tan poco, deseando con ello hagamos patente el cariño por nuestras cosas, conservando, custodiando y enriqueciendo el legado de nuestros antepasados, no destruyendo por ambiciones o ideologías, dando a conocer la rica historia que tenemos, mostrando orgullosos el valle donde nacimientos y vivimos.

NUESTRO ENCUENTRO: La presencia de aquella hermosa mujer, sentada junto a la Cruz que señalizaba la Ermita, alteró el ánimo de mi joven y brioso caballo blanco, tanto, que casi me tira de bruces contra el polvoriento camino que lleva hacia el interior del valle.

No fue ningún movimiento extraño lo que provocó dicha alteración, pues dicha mujer, al paso de mi caballo, permaneció inmóvil, pero la verdad es que su cuerpo desprendía un aroma de belleza, misterio y señorío que llamaba la atención de forma sobrenatural.

Despertó en mí tal curiosidad, que ésta me hizo bajar de mi cabalgadura y acercarme a ella.

Buenas tardes tenga usted bella señora, le dije a modo de saludo, muy cortésmente.

Igualmente joven, me respondió, con un gracejo muy singular.

Me dirigía hacia el interior del valle, le comenté, cuando mi caballo ha quedado asustado, quizás alterado por la belleza que irradia su cara y el señorío que desprende su figura, le dije.

(Bien sabía Dios que no estaba mintiendo, pues dicho cumplido, era fiel reconocimiento a lo que mis ojos tenían el privilegio de contemplar.

No podría decir con exactitud cuál sería la edad que tendría dicha señora, pues aunque el largo pelo que caía sobre su espalda, los ojos negros, rostro fino como el coral, delgado cuerpo con senos firmes y tersos, denotaban una eterna juventud, así como el habla lenta de sus bellos y pronunciados labios, la hacían poseedora de edad, experiencia, felicidad y dolor.

Eres muy amable joven ¿cómo te llamas?, me preguntó ella. Pablo, le respondí.

Yo me llamo Écija, me dijo y espero aquí la llegada de mi esposo, que se llama Astro Rey, para regresar al valle donde vivimos.

Sus palabras me dejaron intrigado, sólo me atreví a preguntarle si era recién llegada al valle, pues la verdad es que nunca le había visto y en cambio ella hablaba como si toda la vida llevase viviendo en el valle.

Como si hubiera adivinado mi pensamiento me dijo:

Sí Pablo, de siempre he vivido en el valle; aquí he nacido, me he criado y casado, donde sigo viviendo con mis diez hijos, aunque tuve once, pero Dios nuestro Padre decidió recoger a uno de ellos.

Las preguntas que en mi pensamiento se agolpaban, fueron contestadas inmediatamente por tan misteriosa dama, pues ella, al ver el interés que demostraba en saber de su vida, me evitó el tener que hacérselas.

Ven, siéntate junto a mí.

Las riendas de mi caballo quedaron anudadas en la reja de entrada a la ermita y tomé asiento junto a la bella señora, en el banco de piedra cercano a la puerta de aquel lugar santo.

Allí, poco a poco, comenzó a contarme su vida, notando que me quería hacer partícipe de ella por algún motivo especial, pero la verdad es que, a medida que desentrañaba su vida, yo me sentía más interesado en seguirla conociendo.

SU VIDA: Yo nací en el valle hace muchos años (mi caballerosidad me impidió preguntarle el número de ellos), en ese valle que vemos al fondo, jardín natural entre el Genil y el Guadalquivir. Dicen que soy de origen ibérico, pero ello no lo recuerdo por mi corto entender de aquel entonces. La verdad es que me pusieron de nombre Écija, aunque luego fui adoptada o pretendida, nunca lo supe, por césares romanos y estos me cambiaron de nombre, llamándome entonces Colonia Augusta Firme y Astigi. Pasaron varios años y siglos, siendo nuevamente adoptada o pretendida, da igual, por visigodos y bizantinos.

Tras estos, pasé mucho tiempo con musulmanes y mozárabes, aunque es verdad que ninguno de los que durante siglos me acompañaron, a lo largo de toda mi existencia, destruyeron lo que es parte natural de mí, si bien tengo que reconocerte, pretendieron influenciarme con distintos legados, para perpetuar su paso en mi ser, a lo largo de la historia.

Estos últimos decían haber quedado prendados de mí y decidieron llamarme con el nombre de Medina Estigga que significaba las ventajas se han reunido y también con el de Medina Alcotón o Ciudad del algodón.

Posteriormente, en tiempos de la reconquista, fue rescatada por Fernando III a los musulmanes. A partir de entonces, me reconocieron reyes y príncipes en los reinados de Juan I, Enrique III, los Reyes Católicos, Felipe IV, Carlos III y algunos otros más; privilegiada por el rey Alfonso XI y otros, en todos los órdenes y títulos.

He sido anfitriona de clases nobiliarias y caballeros de varias órdenes, condes, duques y marqueses, así como de importantes jerarquías en el ámbito eclesiástico y militar, pero siempre un lema en mi vida: Permanecer y defender el valle donde nací.

Seguía intrigado, sin que fuere capaz de interrumpir el maravilloso relato, al no saber quién era tan misteriosa señora.

Perdone que le interrumpa. Me extraña mucho que respecto a una dama de tanto abolengo e historia, yo no haya oído hablar en el valle, pues casi nos conocemos todos sus pobladores, mucho o poco.

Eres muy joven Pablo, me contestó. Mi vida no es cuestión de amistad, aunque me gustaría que todos los pobladores del valle me conocieran como yo conozco a cada uno de ellos, porque a todos los he visto nacer, pero la verdad es que muchos pasan toda su vida viviendo en el valle y no saben nada de él.

El rizo que tomaron los vellos de mi cuerpo, no fue sensación de miedo, aunque tampoco sabría con exactitud explicar qué me lo produjo; quizás el interés por seguirla conociendo, no lo sé. Si es cierto que ella me lo notó y tuvo palabras tranquilizadoras, al tiempo que me preguntó si quería seguir sabiendo de su vida.

Siga por favor, se lo ruego. No tengo nada que hacer y si a usted no le importa, puedo quedarme escuchándole hasta que su esposo regrese. ¿Por qué no me habla de su esposo y de sus hijos? ¿A lo mejor conozco a alguno de ellos?

Seguro que les conoce, me dijo, no a uno sino a todos, pues viven en el valle, aunque primero me gustaría aclararte Pablo, que algún día oirás o leerás una leyenda sobre unos bandoleros, los cuales se hacían llamar Los Siete Niños de Écija, pero estos no eran hijos míos, nunca se supo de ellos si eran siete o setenta, lo cierto es que actuaban en los caminos que unían al valle con otras poblaciones cercanas, de ahí que les pusieran dicho nombre, pero ello se debió a un error o fruto de la envidia.

EL MATRIMONIO: Empezaré contándote como conocí a mi esposo. Una mañana de primavera, hace ya muchos, muchos años, como en tantas ocasiones solía hacer, paseaba por los campos que rodean al valle, recogiendo lirios, jugando con las rojas amapolas que crecían entre los verdes trigales, recibiendo ese olor natural del campo en primavera, sintiendo el aroma del azahar de los naranjos que poblaban su huertas y viendo las flores de los almendros, en la numerosa arboleda que existía junto al cauce del río.

De pronto, una brisa del suave viento primaveral, hizo que mis cabellos quedasen enredados entre las ramas de un almendro, de donde pude soltarme, no sin quedar despeinada. Como mujer, sentí la necesidad de ordenar mis cabellos, acercándome a la orilla del Genil, para que sus transparentes y cristalinas aguas, me sirvieran de espejo. Cuando estaba de rodillas sobre la orilla, alisando mis cabellos en el espejo del río, apareció la silueta de un joven, hermoso, alto y rubio, con ojos azules y mirada dulce, que me estaba contemplando. Quedé aturdida y ruborizada. No sabía qué decir ante su presencia y no me salían palabras que rompieran el rubor que sentía. Pero no fue necesario, aquel joven, de forma galante, me tendió su mano derecha para que me incorporase y sin saber el por qué, se la ofrecí.

Me pidió permiso para acompañarme hasta el camino y fue contándome parte de su vida en el propio valle. La verdad es, tengo que reconocerlo, que el paseo se me hizo más corto de lo habitual.

Cuando llegamos al camino le pedí cesara en su compañía, lo que así hizo, no sin antes despedirnos y ofreciéndome vernos durante los días siguientes, a lo que yo no puse demasiados reparos.

Día tras día, y siempre deseando que no acabase aquel y cuando finalizaba ansiando llegase pronto el siguiente, fuimos uniendo nuestros corazones.

Se llama Astro Rey y es el encargado de iluminar el valle. Pasaron unos años; nos hicimos uno del otro para toda la vida. Nos casamos en una ceremonia sencilla y humilde, como padrinos los titulares del valle, la Virgen del mismo nombre y San Pablo.

Igual que yo señora, Pablo, le interrumpí.

Si hijo, igual que tú, me dijo, y debes estar orgulloso por ello, ya que dicho santo es el patrón del valle, siendo muy difícil que hoy día, a los recién nacidos, le llamen Pablo o Valle. Como te decía, nuestra boda fue sencilla, aunque recuerdo el fijo traje blanco que vestía, rematado en adornos amarillos y celestes, mientras que mi esposo estaba guapísimo, irradiando luz a todo su alrededor.

LOS HIJOS: Por obligaciones de mi esposo, nunca vivimos en el mismo lugar; fueron varios los sitios del valle donde fijamos nuestro hogar, pero siempre, eso sí, al servicio de los demás, sin egoísmo alguno. Dios nos colmó de bendiciones, dándonos un primer hijo, al que pusimos de nombreCruz, en recuerdo del madero donde fue crucificado el Hijo de Dios hecho hombre.

Ya por aquel entonces, mi esposo y yo, éramos conocidos por nuestras obras, las cuales, sinceramente, no las hacíamos pensando en quedar bien ante los demás, sino por obligación hacia los ciudadanos del valle, como miembros de su comunidad.

Ello hizo que a mí citado hijo

lo apadrinasen dos ilustres personalidades. Uno Felipe IV, rey de España, otro, el Papa Clemente XII. Vivíamos por aquel entonces, en las proximidades de un templo inacabado, situado en el centro del valle, mejor dicho, en el camino que va desde dicho centro a la puerta de Palma y que, en honor de mi hijo, su padrino real, al templo le hizo llamar Santa Cruz. Ya tenía mi primer hijo, varón, loco de alegría estaba mi esposo, quien aunque me dijese antes de dar a luz, que le daba igual niño o niña, lo cierto es que, como todo hombre, prefería que su primer hijo fuese un varón.

Pasaron unos años y nos trasladamos a vivir cerca del centro del valle y allí Dios nos concedió una hija, colmando mis deseos, preciosa como una giralda pequeña. Le pusimos por nombre María, en honor a la Madre de Dios, a la que yo me había encomendado durante el parto. Su padrinazgo se lo disputaban varias familias nobles de la Ciudad, pero mi marido y yo decidimos fuese un amigo de la familia, llamado Cosme de Mier, arquitecto de profesión, quien le regaló un hermoso traje a mi hija para su bautismo, adornado el cuerpo del vestido por minúsculos ladrillos dorados, con vanos decorados por guarnición de cantería, que le daban al mismo una ordenación clásica, rematando en sus filos con motivos cerámicos.

Posteriormente marchamos con nuestro hogar al otro extremo del valle, dado que unas pequeñas tierras recibidas como regalo real, necesitaban de nuestro trabajo y permanencia en las mismas.

Allí tuve dos hijos, primero un varón, al que pusimos de nombre Santiago, dado que mi esposo pertenecía a dicha Orden de Caballeros. Era guapo, robusto, daba gloria contemplarle en su cuna evangélica. Le apadrinó Juan Núñez, quien también le regaló un precioso traje enladrillado con perforaciones incrustadas en guarniciones y pedrería.

Después, la Divina Providencia nos contentó con el nacimiento de una nueva hija; así nos iba contentando a mi esposo y a mí con sendas parejas de hijos, aunque lo cierto es que nos nada igual, no teníamos ya preferencia de sexo. Yo, como madre, sólo deseaba que viniese bien al mundo. Decidimos ponerle por nombre Victoria, quizás por lo que significaba para nosotros el triunfo de haber conseguido de aquellas tierras recibidas, la máxima producción. Victoria era coquetilla y delgada. A pesar de sus pocos días de existencia se le notaba su genio de mujer. Cuando recibió el agua bautismal, fue apadrinada por dos frailes del convento allí cercano, Fray José Santos y Fray Pedro Díaz. Estos, dedicados siempre a los demás, carecían de bienes y riquezas, pero le regalaron un sencillo traje que remataba en una pequeña capucha, a modo del hábito de su Orden, y dicha capucha adornada con pequeñas piedras de cerámica.

Transcurrieron varios años y de nuevo, como caracoles errantes, con la casa a cuesta. En esta ocasión, al punto más alto del valle, al que se llegaba por unas callecitas empinadas y de piedras. La casa se encontraba junto a la alcazaba mozárabe. Recuerdo que durante este embarazo lo pasé muy mal, tanto que temimos lo peor y no puedo olvidarme de los servicios que me prestó el maestro Antonio Caballero.

Todo se solucionó favorablemente y di a luz al varón más notable de todos mis hijos, aunque como madre todos me parecen maravillosos. Le concedimos el padrinazgo a la Virgen del Rosario, pues me encomendé a ella durante el embarazo. El Arzobispo de Sevilla envió como su representante a Don Antonio Matías de Figueroa, Maestro Mayor de las Fábricas del Arzobispado Hispalense. Su Eminencia le envío, como presente a mi hijo, al que pusimos de nombre Gil, un traje que hicieron las monjas de palacio, de tono rojizo en su conjunto, cortado sólo por unas notas blancas del antepecho, aparentando columnas jónicas y corintias, destacando en su labor los detalles de expresión artesanal y manual.

El tiempo nos hizo volver nuevamente al centro del valle, pero en esta ocasión a lo que había sido, en la antigüedad, el templo del sol y palacio donde existían restos de un torreón árabe.

Allí nació nuestra hija Bárbara, pequeña, recogida, clara como el agua y de fina piel (cuando me contaba este nacimiento, Écija, la guapa señora, comenzó a llorar).

Y le pregunté: ¿Por qué llora usted señora, le ocurre algo, se ha puesto muy triste?

No pasa nada Pablo, dijo, son recuerdos que me llegan al corazón y no puedo olvidarlo, porque la pérdida de un hijo, tenga los que tenga, causa un dolor imborrable.

Mi hija nació marcada por su nombre. La noche que vino al mundo, el cielo pareció abrirse, fuertes tormentas tronaban por todo el valle, tanto, que sentimos miedo mi esposo y yo, por ello decidimos ponerle como nombre Bárbara, en recuerdo de cuya Santa nos acordados en aquellos momentos.

Todos los vecinos de la plaza donde vivíamos querían apadrinarla. Nos pareció bien, nuestra amistad, sentido de la convivencia con todos y la forma de ser, nos hacía carecer de prejuicios sobre distinciones sociales.

Fue un bautizo sencillo pero hermoso. Recuerdo que la abadesa del Hospital de la Caridad que vivía junto a nosotros, como regalo de su comunidad, la cubrió con una toquilla de encajes octogonales y sobre éstos, bordados mudéjares.

Pero en lo mejor de su vida se nos fue. Todavía lo tengo grabado en mi mente. Jugueteaba ella toda feliz por el patio, saltando por los pequeños charcos que formaban las aguas de lluvia al caer. Cuando me dirigía a llamarle, porque la lluvia arreciaba, para que entrase en casa, un ruido estremecedor rasgó las negras nubes que cubrían el cielo, de donde salió un rayo que, al caer sobre el patio, le partió su vida. Nada se pudo hacer. El destino de Bárbara, como te dije antes, parecía marcado.

Nosotros, que le habíamos puesto de nombre Bárbara en honor de la Santa que nos protegía de dichos fenómenos atmosféricos, precisamente fue uno de ellos el que se la llevó y le quitó la vida. Siempre la tengo presente.

(En ese instante pensé utilizar un pretexto para finalizar la conversación con tan bella señora y así evitar que otros recuerdos le siguiesen entristeciendo, pero no me dio tiempo a ello, pues una vigorosa reacción de ella, me dejó cortado en el inicio de mis palabras y siguió contándomela).

Así es la vida Pablo. Dios no las dio y Dios nos la quitó. Quizás porque la necesitaba junto a Él en el paraíso para algo mejor.

Pero en compensación a tanto dolor, el Creador me alumbró en mi matrimonio con otro hijo. Hermoso y bello varón, y sin pecar de amor de madre, te diré que el más bello del valle.

Vivíamos por aquel entonces un poco más al fondo, no muy lejos del anterior. Era una pequeña y recogida plaza que reunía al gremio de los plateros. El Sr. Marqués de Alcántara, vecino del valle, fundó un patronato para la construcción de un templo en dicha plaza y entablamos amistad sincera con dos grandes alarifes que trabajaban al servicio de dicho marqués, llamados Lucas Bazán y Antonio Corrales.

Ellos fueron sus padrinos y entre todos decidimos ponerle al recién nacido el nombre de Juan Bautista, porque su nacimiento nos había devuelto la ilusión de la vida que la muerte de Bárbara nos había dejado apagada.

¡Que bonito quedaba Juan en el aposento que le hicieron dichos padrinos!

El dinamismo de sus líneas y el sentido artístico del conjunto, de cuerpo firma, sin solución de continuidad alguna, rematado por un pequeño campanario que con sus campanas provocaba mi atención cuando Juan se movía en la pequeña cuna, era toda una obra de arte.

Las ocupaciones de mi esposo, vigilante incansable del crecimiento que llevaba el valle, nos llevaron a vivir al extremo opuesto donde lo hacíamos y llegamos a las proximidades del camino que enlazaba el valle con el de Fuentes.

Allí volvería a vivir momentos tristes. Había quedado embarazada y la verdad es que, durante el mismo, tuve muchas molestias que me hicieron temer por el feliz desarrollo del parto, tanto, que mi esposo consiguió del médico religioso que tenía destino en el valle, permaneciera junto a nosotros en la última semana del embarazo.

Era el médico un hombre afable y dialogante, sus consejos médicos y espirituales confortaban mi cuerpo y alma en tan difícil hora, pero algo imprevisto y desgraciado ocurrió. Bajaba el religioso un día por las escaleras del convento donde residía, con tanta prisa, que una mala pisada le hizo perder el equilibrio, rodando por las escaleras, golpeándose la cabeza con uno de los escalones de piedra, con tan mala fortuna, que falleció en el acto.

Mi esposo no sabía como comunicarme la noticia, no tenía fuerzas ni ánimos para ello, pero yo en su rostro adiviné que algo triste quería decirme y cuando pudo hacerlo me quedé atónita; vinieron a mi mente recuerdos no deseados y como marinero en mar atormentado, me encomendé con toda mi fe a la Virgen del Carmen para el parto que se acercaba.

Ella no me olvidó y me dijo una hija preciosa, a la que le pusimos el nombre de Carmen, si bien su bautizo, en señal de duelo y respeto por el médico religioso fallecido, lo hicimos en la intimidad.

Dicha hija mía ha sido la más alta de todos mis hijos, incluso que los varones y muchas noches, cuando la veo llegar a casa, tocando casi las estrellas con sus cabellos, para mis adentros pienso, que con su altura está agradeciendo a Dios los servicios del médico religioso que me cuidó durante el embarazo.

A lo ancho y largo de nuestra vida, como verás, hemos cambiado varias veces de hogar por el interior del valle, pero si lo analizas detenidamente cada lugar donde hemos vivido, más tarde o temprano, el Creador nos iluminaba la vida con el nacimiento de un hijo, como si quisiera que nuestro paso por cada rincón del valle, quedara perpetuado con el fruto de nuestro matrimonio.

El valle estaba comunicado con la otra orilla del río Genil por un puente y los superiores de mi esposo le encomendaron el control de la Puerta Real, que la construcción del puente había necesitado abrir en la entrada a la Ciudad.

En ese lugar, a orillas del mismo río, cuyas aguas cristalinas me sirvieron de espejo para conocer a mi esposo, nació mi hija Ana.

Pequeña y recortadita, fue la ilusión de todos cuantos nos rodeaban. Eran las gentes de aquel barrio sencillas y humildes, trabajadores de sus huertecitas que el río regaba, sacando a sus familiares adelante con múltiples esfuerzos sobre la tierra.

De entre todos, me impresionó la fe y el vigor de una mujer mayor, querida y respetada por todos, la que no se había retirado de mi lado un solo instante durante el parto, pues la verdad es que a mi edad, no tenía yo las mismas fuerzas y por eso, en agradecimiento a ella le pusimos a mi hija su mismo nombre, Ana.

Los años no perdonan Pablo. Mi esposo lo aparentaba menos, aunque yo observaba que ya no era tan brillante y luminoso como antaño, pero eso no hacía disminuir mi amor y cariño hacia él, no sólo como mi compañero y esposo sino también como padre de mis hijos. Siempre estaba pendiente de nuestros hijos, así como de cualquier necesidad que en el valle algún vecino precisara, en todo momento a disposición de los demás, el primero en levantarse y el último en irse a la cama, sólo la luna, desde las atalayas que rodean el valle, le relevaba en su quehacer.

Nuevamente sus obligaciones nos hicieron cambiar de vivienda. Una vez más, como nómadas en nuestro propio valle, con todas las pertenencias sobre el carro de la vida, dejando señales pétreas por cuantos rincones íbamos ocupando, llegamos a este Camino de la Ermita.

Allá, al final del mismo, antes de entrar en la Puerta de Palma, cerca de donde iniciamos nuestra vida en común mi marido y yo, en una coqueta barrera, justo donde jugó el Diablo Cojuelo de Vélez de Guevara, quiso Dios que pusiéramos fin a nuestra vida creadora, dándome la alegría de ser madre por partida doble.

Fue una maravillosa sorpresa. Tras nueve partos y a mi edad, di luz a dos hermanas gemelas. Mi marido y yo no podíamos salir de nuestro asombro. Eran más pequeñas que cuantos hermanos nacieron antes, pero de cuerpos airosos, no exentos de belleza y dinamismo y para mayor satisfacción de nosotros, los cristianos, nacieron el día de San José Patriarca.

Sus nacimientos provocaron una pequeña diferencia entre mi marido y yo, debido al nombre que cada uno quería ponerle a dichas gemelas, pero algo en nuestro interior, nos decía que serían los últimos hijos que tendríamos. Sus hermanos también opinaban sobre los nombres a ponerle, pero a estos les contentamos cediéndoles el padrinazgo de tan hermosas niñas.

Mi esposo pretendía ponerles Concepción y Josefa. El primero en honor de la Inmaculada Concepción a la que el valle tanto honraba. A mí me pareció bien, pero no el de Josefa, pues yo quería se llamaran las dos iguales aunque no sabía el por qué, quizás fuera un capricho de madre ya mayor. Al final mi esposo accedió a mis deseos, pero para evitar confusiones entre ellas, una se llamó Concepción y la otra Concepción de San José.

SEGUIMOS EN VALLE: Y aquí seguimos viviendo Pablo. Desde allí, donde jugó, como te dije el Diablo Cojuelo, todas las tardes, dejando a mis hijos de fondo en el paisaje, vengo y me siento a la puerta de esta Ermita, esperando a que mi esposo termine su trabajo; mientras tanto, yo hablo con Ella, esa Virgencita que ves al fondo de la capilla, de cara pequeñita pero con

corazón grande y que cuida del valle y de sus gentes. Yo le pido por todos y desde aquí sentada, miro el horizonte y veo a mis hijos, al tiempo que el viento humedecido por las aguas cristalinas del río Genil, que fue mi espejo amoroso, me trae el aroma de sus cuerpos.

Bella señora, le dije, no sé cómo agradecerle cuánto me ha contado, pero le prometo que su vida iré relatando a cuántos encuentre en el camino de la mía, para que podamos sentirnos orgullosos de tenerla con nosotros en el valle, e instintivamente, de forma suave, como si fuera mi madre, la besé dulcemente, despidiéndome de tan misteriosa y hermosa dama, pero al tiempo que cogía las riendas de mi caballo, me volví y le hice un ruego:

Si tarda mucho su esposo, pídale a la Virgencita de la ermita por mí, pues dentro de unos días leeré mi tesis doctoral de Historia y necesitaré de su ayuda.

Así lo haré Pablo, me contestó, ella no te abandonará, cuídate hijo mío.

Adiós Señora Écija, muchas gracias, al tiempo que le mandaba un beso con mi mano.

DESPERTAR DEL SUEÑO: Eran las nueve de la mañana, cuando la habitación de Pablo se abrió de par en par, al tiempo que entraba su madre. Mientras ella subía las persianas de los dos ventanales, para que entraran los rayos del sol, con voz dulce, intentaba despertar a su hijo:

Pablo, Pablo, levántate, son las ocho y vas a llegar tarde a clase.

Un impulso violento hizo a Pablo despertarse, quedándose sentado sobre la propia cama, al tiempo que con las manos se frotaba los ojos, como sorprendido de cuánto le rodeaba.

¿Qué te pasa Pablo? Le preguntó su madre. Nada madre, que estaba en el valle…

¿Cómo dices hijo? Le inquirió su madre.

Perdona madre, es que he tenido un sueño maravilloso que me ha descubierto lo hermosa que es nuestra Ciudad.

Terminarás loco hijo mío con los estudios, le dijo la madre. Te quedas hasta muy tarde estudiando, ojalá acabes pronto y bien, porque te lo mereces.

Mientras Pablo estaba en el cuarto de baño, su madre se dispuso a hacerle la cama, encontrando revueltos entre la ropa, varios folios que su hijo tenía preparado para la tesis de Historia y en uno de ellos estaba el título de la tesis, que decía:

“Écija, ciudad desposada con el Astro Rey, dio once hermosas torres al valle.”

 

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